lunes, 9 de abril de 2007

La Fábrica - Un Relato de Armando Benner

Los Ángeles, 16 de marzo de 2007.
Hoy estoy en Los Ángeles, hace años mi esposa Karín, Rivka nuestra hija mayor y yo vivimos aquí. Estoy en casa de Otoniel y su familia, ellos son nuestros amigos. Mi hermano Fernando ha venido a verme y vender unos condominios, él es un caballero, íntegro y me encanta escucharlo hablar de su esposa e hijos. Mañana voy a Hawai, esa es la meta, el destino de este viaje, una reunión con los líderes de la organización con la cual trabajo. ¿Cuál es la definición de infierno? Tener horas y horas de trabajo y reuniones en el paraíso. Hawai es un paraíso pero deja de serlo si estás sentado en una silla, tomando café, comiendo galletas, un jugo, escuchar reportes, más café, tomar decisiones, agua porque después me siento culpable por el exceso de azúcar y carbohidratos; miro a través de la ventana y veo las olas y el mar azul. En fin, si mi esposa no está conmigo no es lo mismo, es como ir a Disneyland sin mis hijos.

Ayer prediqué dos veces. La primera audiencia fue a obreros sub-pagados en una fábrica de ropa donde los dueños son coreanos, me llevó mi amigo Otoniel; su esposa y mi hermano nos acompañaron. Durante el receso algunos trabajadores, la mayoría mujeres, paran de coser, planchar, pegar, cortar y en una esquina se sientan a esperar recibir algo nuevo. Algunas quizás no esperan recibir nada, solo agradar a los dueños coreanos que son cristianos. Todos tienen rostros cansados, fatigados. La visión de ellos no va más allá de la máquina de coser, no tienen carro, van a sus casas en autobuses y ninguno habla inglés. Algunas tienen aspecto de madres solteras, esposas golpeadas, mujeres abusadas al cruzar la frontera ilegalmente. Hay un joven que se ve despierto, inteligente, “seguro”. Pienso, “él es el que envía dinero a su familia en Guatemala”. Hay nacionalidades representadas en este pequeño grupo de gente triste, México, Guatemala, El Salvador, hay idiomas que se escuchan como: español, nauat, uno que otro idioma indígena de Chiapas. Le pregunto a la señora de Chiapas si conoce al Comandante Marcos, sus ojos brillan y por primera vez comienza a sonreír.

Me lleno de temor, ¿qué les puedo dar? ¿qué palabras puedo usar? ¿Cómo me puedo acercar? Hoy voy a predicar en una de las iglesias más prestigiosas de Estados Unidos, conozco países que ellos jamás han oído nombrar, hablo con gente que ellos han soñado estar. ¿Qué les puedo dar sino una sobredosis de arrogancia, orgullo y pedantería? Descubrí con pánico que no tenía nada que dar, sino palabras vacías, huecas, sin propósito como un huracán petulante, y ellos, con sus rostros cansados y tristes me decían, “Patrón, háganos sentir inferiores, pero hágalo rápido.” Con temor hice una oración silenciosa, rápida y desesperada como el e-mail de último minuto, dije, “Dios llena mi boca, toca mi garganta.” Hablé de lo más simple y a la vez lo más importante, el amor, y como ellos eran instrumentos de esperanza, pequeñas partículas de luces (a otro arrogante como yo, le hubiera dicho fotones) y estas, al chocar con la materia, traían luz, brillo. Sus rostros se iluminaron, comenzaron a reír, unos a aplaudir, otros a llorar, entonces los vi, como Dios los ve. Sus rostros no eran feos, tristes o melancólicos, ellos vivían, tenían sueños, ideas. Era un verdadero despertar de la gracia. Sonó la bocina, las máquinas se encendieron, se perdieron la merienda, los taquitos, la horchata, pero regresaron a sus trabajos llenos. Allá en el centro de Los Ángeles, en una fábrica de ropa existen unos obreros, trabajadores, un grupito, una minoría de la tierra; ellos han surcado valles, cruzado ríos, sus labios están secos, re-secos, pero allí en aquella esquina del galpón descubrieron el agua.
Cada uno trae una linterna y juntos, esta minoría se ha convertido en una gran hoguera, que encandila, que es ruidosa y sumamente peligrosa, subversiva, ¿La razón? Ellos están transformando ese horroroso galpón en una hermosa catedral.

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